martes, 18 de octubre de 2011

Infortunio.

         Mascaba su chicle sabor frutilla en absoluto silencio, conturbado a causa de esa ingrata 
emoción que ocasiona una fatal pérdida. Su mirada absorta, se concentraba a mitad de calle 
donde se hallaba aquel diminuto cadáver y era palpable la angustia de la cual era víctima al contemplarlo. Resignado e inmerso en el dolor, hizo oídos sordos a la pequeña multitud que lo rodeaba, expectante por alguna  reacción suya ante tal suceso.
         Creyó taciturno, que nada podría reparar el daño que sobre él había recaído en aquel preciso instante, sintiendo así el gusto amargo de la tristeza in-crescendo cada vez que tragaba saliva, mientras su cabeza reposaba entre manos entumecidas a modo de duelo.
No era aquel un ser irascible para los bienaventurados presentes, su carácter harto indulgente permitía entrever un temperamento conciliador, que de forma alguna pretendía atacar a los presuntos responsables de lo sucedido, pese a que cargaran aquellos sobre sus hombros, invariablemente, con la culpa de aquel brutal desenlace.
Él se sentía capaz de perdonar y mitigar la responsabilidad de todos ellos, desplazando cualquier posible rencor que marcara una definitiva desavenencia, reconociendo por otra parte, que también había sido fruto de un descuido suyo lo allí sucedido. Asimismo era consciente, que aquellos seres endebles carentes de su prudente carácter, ante la misma situación se dejarían ser por un arrebato de furia caprichosa. Alentados por su vicioso entorno, no serían capaces de sobrellevar con sensatez, la adversidad por él ahora experimentada.
Empero, estaba determinado a enfrentar con temple de acero aquella instancia, sin llantos ni mucho menos torpes balbuceos, sintiéndose ya lo suficientemente hombre al no permitir, irreductible y pese a sus ojos humedecidos,  que ninguna lágrima se paseara por su rosada mejilla.
Temía sobre todo, ser objeto de cualquier tipo de burla por parte de aquellos seres de pueril crueldad (que no dudarían en atizarle por tal sentimentalismo) hiriendo su dignidad aún en formación.
No se convertiría bajo ningún concepto en el hazmerreír de la barra, entonces determinado, el niño se dispuso a erguirse del asfalto luego de haber observado por largos diez minutos, su más preciado juguete hecho trizas en la calle.
Aquel pequeño tren que había divertido  la niñez de su padre al igual que la suya, era ahora un inalienable recuerdo. Recogió cuanta pieza pudo rescatar para luego depositar cuidadosamente en su harapienta mochila, como testimonio de lo que restó de aquel objeto de gran valor sentimental para él.
Asintiendo levemente la cabeza, se despidió de sus camaradas y se dirigió a su casa, mientras a su espalda ellos continuaron a jugar ajenos a todo, sin aparente remordimiento.
En su breve andanza, el pequeño Diego cavilaba cómo comunicarle a sus padres su primer gran infortunio,dispensando de antemano cualquier posible tono melodramático que los preocupase sin real necesidad. 

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