miércoles, 10 de diciembre de 2014

Celebrando;

Hoy no busqué/ Recordé un rostro sin anhelo/ Aquella voz se ha ido lejos/ Es susurro ondulando el vacío/ Recuerdo como llegué aquí/ Duelo en el bosque/ Pasos constantes/ Pensamientos confusos/ Tempestad y culpa/ Respirando y buscando/ Se hizo día en el calendario de recuerdos rotos/ Que tengas feliz año.

jueves, 8 de noviembre de 2012

Who cares;


No me importa el zapato que acentúa el suelo,
no me importa la indentidad que grita existencia,
no me importa el vacío del no pertenecer,
no me importa el ego extranjero,
en este caos me revuelvo

no me importa la (in)comunicación,

no me importa tu utopía viajante,
no me importa tu cuadro de fútbol, 
mucho menos tu política pensante,
en mi ignorancia sobrevivo

no me importan los afectos,

no me importan los defectos,
no me -importan- nada los de afuera
y en mi cancha solo juego

no me importa tu destino,

no me importa ir a contramano,
no me importan las ovejas negras,
no soy parte del rebaño

no me importa ninguna de tus carencias,

no me importan tus mentiras,
no me roza la realidad externa
y ese tu fuego no incendia mi recuerdo

no me importa sí mi ojo te juzga,

sí mi nariz te rechaza,
sí mi ira te ataca,
sí mi cuerpo te esquiva
y sí el final no rinde una gran novela.

domingo, 23 de septiembre de 2012

El despertar de la muerte;


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Antes de cruzar la puerta el chasquido del revólver resonó en la habitación.
Eran dos hermanos huérfanos, el pequeño tendría no más de cinco años y el mayor catorce.  Provenían de una familia judía cuyos padres asumo, fallecieron en algún campo de concentración. En aquel momento estaban escondidos en la casa de extraños que habían aceptado el rol de tutores clandestinos y en ese ínterin en el cual les ofrecían abrigo, ellos se encargaban de todo tipo de tarea doméstica que justificara la condición de huéspedes. No eran los únicos que allí se encontraban “protegidos” de la cacería nazi.
El pequeño no entendía con exactitud lo que sucedía en aquel entonces,  su hermano lo resguardaba de los hechos horripilantes de la época de la mejor forma que su ingenio le permitía. No había nadie que lo resguardara a él que siendo apenas un adolescente, se hallaba como único hombre precoz de una familia descuartizada. Aquellos que les daban morada no lo hacían por bondad, aunque no es un hecho menor que asumieran el reto de salvaguardar la vida de dos indeseables, pero en las migajas ofrecidas el cariño no se encontraba entremezclado.
Había hambre en aquella choza alejada de la ciudad y la ración de comida empequeñecía cada vez más, eran días de tormenta que parecían ya no acabar. Había hambre de infancia también para aquellos dos. El pequeño no recordaba casi sus padres, los evocaba quizás en algún sueño borroso en el que se reproduciría algunas de sus voces acompañadas de rostros con escasa forma, pero eso era lo máximo que podía obtener de su pasado.
Para el mayor aquella situación tendía a transformarse en una pesadilla que cesaba apenas en las cuatro horas de sueño contadas por una pareja de ancianos, con los cuales los diálogos eran prácticamente nulos. Él sí supo algún día lo que era ser un niño correteando por la calle mientras era perseguido por nada más que algún amigo en un juego de infantes. Recordaba además el rostro de sus padres con exactitud haciendo caricias al vacío, rememorando el espectro de su pasado.
Aquello no era un juego como le mentía al pequeño, en la noche existían realmente cucos dispuestos a encerrarlos en una suerte aún más cruel y así invadía el miedo sobre un trasfondo gris.
Vestían ambos harapos como era de esperarse. Lo que un día el mayor había usado como pantalón daba paso a una bermuda vieja y desgastada, como la de su hermano ambas estaban embarradas por  labrar la tierra y cultivar su propio alimento. Las camisetas blancas poseían una tonalidad lastimosamente amarilla y los buzos azul marino que vestían además de oler a transpiración y haberse encogido para aquellos cuerpos que crecían abruptamente, lucían a un trapo de piso rotoso. El accesorio que pese a sus años se encontraba en buen estado eran sus boinas, proporcionándoles un aspecto más digno.
El parecido entre ambos era asombroso yendo más allá de una circuncisión, la tez pálida, el cabello castaño o una nariz tan característica. Los ojos negros y caídos señalaban aquel parecido acusador: el de arrastrar consigo la implacable tristeza de todos los suyos.
El atardecer indicaba que en breve era hora de cerrar la casa y retirarse a conciliar el sueño. Aquel atardecer acabaría finalmente con el sádico juego de las escondidas cuando se presentara en la sala, la locura desenfrenada y brutal en forma  de hombre sin escrúpulos.
El mayor quedo sin reacción al mirarle, era el mismísimo asesino de sus padres. Portaba orgulloso la esvástica en su brazo derecho y como había visto en fotos,  poseía sus mismos ojos caídos fingiendo autoridad, un característico bigote que se perpetuaría como tan suyo en la historia como su genocida causa. Su nariz pronunciada contrastaba con sus labios finos a modo de grotesca mueca. La línea de su peinado comenzaba en el costado de la cabeza dividiendo su escaso, negro y aplastado cabello, impoluto como su uniforme.
Ahora que terminé con mis tareas señor ¿puedo irme a jugar? –preguntó el menor a aquel extraño que lo miraba con desdén que no supo apreciar, creyendo que al ser éste el único mayor en el recinto, debía demostrarle obediencia.
Sí –respondió fríamente aquel sombrío ser.
El niño se dispuso a salir afable cuando fue interrumpido y destinado quizás a nunca más salir de aquella pieza precaria, ni siquiera después de su propia muerte.
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Perdida en la carretera con esa extraña sensación que levitaba.
Ella estaba almorzando sobre una mesa de plástico en actitud de falso médium, casi bordeando el paso de los camiones que levantaban arena por doquier en aquella inhóspita tierra de nadie. Parecía estar esperándome como si hubiésemos marcando una cita y yo no llegara en la hora estipulada. Su actitud era serena en contraposición a la mía ya que temía yo  lo que me podía decir aquella, mientras mi espíritu convulsionaba.
Cerré los ojos, me lancé a la calle, los volví a abrir y ella me miraba. Sus ojos negros y vivaces me atravesaban con como mil puñales en un duelo silencioso. Sus cejas abultadas me señalaban acusadoras conjurando mil pensamientos de rencor que cargaban consigo, el odio de sus ancestros a los míos a modo de martillo posando sobre mi sien. Era la mirada de su abuelo muerto. Su piel negra contrastada con su nariz pequeña y delicada, delataba la impureza del que en su pasado se había revolcado con el enemigo. La boca la trasladaba a su característica predominante nuevamente, labios voluptuosos que cuando reía además de resaltarle la notable separación de sus dientes, daba lugar a pozos en sus mofletudos cachetes. Había tenido la desgracia de un mal cabello y ausencia de cuello que eran capaces de desfigurar lo que podía pero no pudo ser, bello.
Llevaba un buzo de hombros caídos color rosado pálido, el que le obsequié. En la parte superior de sus senos portaba la cruz bordeada de dorado y fondo negro con la cual también la quise complacer en un momento ya tan lejano. Vestía su jean celeste y demasiado apretado, con el cual siempre creyó lucir su feminidad esa que acariciaba una acentuada vulgaridad. A la distancia poco menor de dos metros en la que relucía su figura regordeta,  podía sentir la nefasta fragancia dulzona del perfume por el cual desde que la conozco, sintió favoritismo.
 Cerré los ojos, me lancé a la calle y sentí mis huesos crujir antes de romperse en mil pedazos adentro del cuerpo que había dejado de poseer. Los volví a abrir y sentí el visceral dolor del que se percata que dejó de existir. La agobiante sensación de ni siquiera poder apretar mis brazos contra el vientre a modo de duelo por mi propio deceso, me carcomía en esa nueva forma de existencia inmaterial. La pesadez de aquel día rojizo y húmedo cuando arriba una tempestad tropical mientras la tierra ardiente hace amague de incendio,  era capaz de invadirme a pleno pese a que ya no había poros en los cuales penetrar.
 Aunque existía apenas por una consciencia terca que no se extingue, acercarme a aquella figura no era una tarea simple por la fatiga de un viaje que se ha prolongado demasiado. Cuando estuvimos frente a frente, supe sin margen de duda que la razón de su estadía ahí no era la misma que la mía. Aunque quisiera negar tan sádica situación mi no pensar era una conclusión en sí misma.
Siempre  me reservé mis dudas con respecto a su místico don. Me parecía inconcebible que un ser  tan mediocre como aquel, fuese capaz de captar la delicada esencia de un supuesto mundo paralelo.
Sí bien sus historias eran elaboradas con escasas fisuras, su palabra era tan huidiza como el que en su naturaleza  personifica  una audaz mentira que sabe trajearse de inapelable verdad. 
Sin importar lo que había creído yo hasta aquel momento, pasé a sentirme alborotada con el deseo de querer sentir la cálida temperatura corporal del que vive pero el velo que la protegía, mi propio asco, lo impedía.
Me dirigió una devastadora mueca y envidié ya no poder siquiera verme a mi misma en el reflejo de sus ojos salvajes.
-Vine a elevarte –dijo y mordió su labio inferior hasta hacerlo casi sangrar.
Pude percibir entonces que a pesar del hincapié que hizo para demostrarme su revuelta, producto de estar encadenada a un reencuentro forzoso, había un rastro malicioso y en discordia en su expresión mordaz. Finalmente había experimentado la sensación de superioridad que tanto añoraba cuando entretejió su narración.
lll
Cada vez que intento rememorar aquella escena las palabras huyen, hasta que me encuentro con el vacío que acusa mi incapacidad descriptiva, perpetuando un bullicio histérico de mil voces encadenadas en mi garganta. En esta oportunidad  impulsada por mi carácter terco, me dispongo a finiquitar con el cosquilleo rabioso de mis dedos.
Cuando intenté por primera vez relatar lo que el lector apreciará a continuación, estando  bajo el imperio de la emoción ahora diluida, ya que el recuerdo se presenta averiado por el paso del tiempo, ingenuamente creí que lograría un relato fluido. Así mismo sabía que no sería de mi completo agrado, por la dificultad de replicar aquellas imágenes en nuevo formato.
De estas migajas espero que les surja un esbozo de mi recuerdo pudiendo evocar al menos su deslucida sombra. Sin mayores preámbulos:

Su muerte era una danza teatral.

Ella parecía inmutable al dolor físico que le imponía aquel grupo de carniceros y esta actitud, daba la impresión de ser el disparador de ánimos alterados.
En la ribera, el sol hacía hervir la arena que despedía un vaho a insolación y serpenteaba en este escenario, el peligro del cual tomaba conocimiento con un dejo de negación.
Con la planta del pie enrojecida  la dama de belleza exorbitante a poco más de tres metros de distancia, tomaba impulso repetidas veces en amague de  emprender vuelo. Olvidaba ella esquivar las sanguinarias caricias de la pequeña  multitud abyecta, de bocas putrefactas y atuendos andrajosos que despedía olor a zorrillo. 
Su boca en cambio de un intenso color carmín, compuesta por labios pulposos y dientes perlados, estaba entreabierta sin modular ninguna plegaria ni siquiera mueca de dolor. Aquel sacrificio era un hecho prácticamente consumado y dada esta premisa cualquier reacción era innecesaria, entorpeciendo la majestuosidad de la escena.
La esencia etérea de aquel ser hacía con que la violencia entrara en contradicción con su significado y el espectador se sintiese conmovido, al punto de inmovilizarse, como era mi caso en condición de única testigo.
Me escondía entre arbustos aún levitando. Percibía ya las primeras punzadas de un deseo caprichoso, erotizada por el lago de sangre que la rodeaba y su aspecto de mártir indiferente.
Sus movimientos hacían recordar la destreza de un capoerista y la sensualidad pueril de una Lolita, no teniendo la joven más de dieciocho años.
En cada curva de su cuerpo ardía el deseo de posesión para aquellos caníbales piratas, que desconocían otra forma de profanar aquel tesoro, siendo este de una pureza que no se debatía por más penetrado que fuese su frágil sexo. La única solución al dilema con el cual se enfrentaban era su muerte. 
Su piel blanca y pétrea era herida por destellos de luz y ella a merced de su intensidad, no encontraba refugio en la sombra de ninguna palmera distante. Sus ojos grandes de color celeste acompañados por largas pestañas y cejas rubias apenas visibles,  apreciaban el cielo persiguiendo la promesa de un paraíso próximo, mientras su nariz pequeña apenas se dilataba en busca de oxígeno, siendo este harto prescindible para lo que la aguardaba. Las mejillas de tonalidad ruborizada estaban salpicadas por las gotas de sangre, sangre que ya habían tomado por completo su vestido blanco y parte de su cabellera dorada de ondas pronunciadas.
El aroma cítrico de su piel me invadía, trasportado por la bocanada de aire en la que se distinguía también, la transpiración salada de los que continuaban felizmente con su oficio de verdugos.
Las gaitas resonaron estruendosamente en el momento del corte certero del hacha que la decapitara, mientras contemplé con asombro que la expresión de su rostro se mantuvo intacta y pude apreciar mi patético estado de excitación alcanzar el clímax. En aquel momento comprendí que la aniquilación de lo bello en un mundo dominado por lo grotesco es un trato justo para ambas partes; mientras observaba que depositaban su cabeza en una bolsa al tener esta insignificante epifanía.
IV
El rompecabezas finalmente cuajó o al menos así creí yo.
Al sentir que caía cerré los ojos y cuando los volví abrir, el escenario había cambiado a modo campestre.
Ella hallábase recostada en el pastizal leyendo un libro, como si lo antes sucedido se remitiera a un pasado distante. El arribo a su tierra natal fue al parecer exitoso, y yo me sentí invasora de su deleite.
No estaba sola, dos niños la acompañaban jugando a su alrededor, olvidados de cualquier pena terrenal.
En cuestión de segundos ella  notó mi presencia huidiza y pareció desnudar mi alma en afán de reconocimiento. Sabía quién era y en ese lapso de tiempo se dejó descubrir.
Fue entonces cuando sentí la textura de la almohada que aplastaba mi mejilla retrotrayéndome a mi mundo. Pestañé con fuerza.
La persiana mal cerrada dejaba ver las primeras señales del alba  y aquel onírico viaje, parecía no haber cesado del todo en la pesadez de las cuatro paredes blancas de mi cuarto. Todo cuanto me pertenecía había absorbido aquella atmósfera de ensueños de la cual era apenas distinguible la realidad, sí es que la había.
La sensación de muerte se había adherido a mi lengua pastosa, habiendo visto el deceso de todas las facetas que me integran en una única noche para reencontrarse en una supuesta suerte del más allá.

La carta;



Era ella una mujer que encontraba placer en fustigarse a sí misma con un repertorio variado de acciones. En su mazmorra mental evadía cualquier tipo de obligación para con segundos y terceros alegando pretextos irrisorios, postergando así, la vida misma. Esta cárcel sin embargo, era para ella lo equivalente a lo que es para un drogadicto la próxima dosis que aguarda en la jeringa, letal pero reconfortante por el escapismo que es capaz de proveer.
Como todas las personas que se encuentran en este disfuncional planeta, poseía un talento o como prefiera decirle usted -un don- que desperdiciaba y sentíase de cierta forma desgraciada por ello, excusándose en el “blanco creativo”. Lo cierto es que le encantaba la idea de ser una escritora pero no tanto la de dedicarse al oficio, por lo cual atesoraba en su memoria ideas brillantes que algún día –cuando no estuviese muy cansada y con la debida inspiración para desarrollar-llevaría al papel.
En ese ínterin se dedicaba a practicar su escritura por medio de cartas que sí bien escritas prolijamente, eran completamente vacías de expresión. Estas cartas se dividían en dos grupos: estaban aquellas en las cuales se dedicaba a pedir perdón a las personas que decepcionaba y por otro lado, estaban las cartas solicitadas por segundos a modo de favor.
En ambos tipos de escritos poseía gran experiencia ya que le iban bien las palabras, sabiendo acomodarlas de tal forma que generaran una idea concisa y de fácil comprensión.
La tarea de escribir cartas encomendadas, le proporcionaba cierta satisfacción ya que de forma anónima le permitía sentirse útil y de esta actividad provenían sus escasos ingresos, con los cuales financiaba malamente sus tantos vicios.
En ese particular momento en el que se es joven y se presenta con ímpetu la abstracta idea de tener una vida entera por delante –produciendo excitación, impaciencia y miedo- ella optó por vivir la fantasía bohemia hasta el hartazgo, librando al azar por ella creado su porvenir. Esta decisión del “yo no fui” la soterró finalmente en una suerte de pocos reconocimientos, frustraciones y culpa que ya no podía atribuir -como lo hizo durante su juventud- a terceros.
Gradualmente perdía todos sus atributos físicos –ya que en algún momento supo ser medianamente linda- esto no fue ocasionado solamente por los años que se le venían encima, el descuido con su imagen jugó un papel no menor en su decadencia, siendo ella un cenicero ambulante de piel amarilla y nicotina incrustada en los dientes.
En ese mundo paralelo en el cual se disponía a sentarse y observar estática el movimiento de las cosas y personas en retro-evolución, incurrían crisis continuas que demostraban su enfermiza insatisfacción luego aplacadas por una falsa apatía que lo borraba todo.
Deseaba cambiar el curso del mundo mientras con la persiana de la ventana completamente cerrada, olvidaba el día y delegaba sus funciones revolucionarias al que tuviera fuerza para realizarlas.
Por cierto hablamos de una persona profundamente egoísta -como todos- pero su caso particular excedía el significado de la propia palabra, por lo tanto, buscar un adjetivo a este rasgo de su personalidad, es una tarea que me veo obligada a renunciar.
Con sentimientos encontrados hacia ella misma –como todos reitero- hacía un banquete e invitaba al que quisiera comparecer  con mucha angustia para la entrada, rencor como plato principal y resignación como postre.
En este tipo de cena presentaba sus demonios y esperaba reacciones harto indulgentes del público como solo era ella capaz de tener consigo misma, sirviendo este tipo de actitud como repelente para todo aquel que se le acercara.
Entre su más variada gama de temores estaba el de hallarse en algún punto de su existencia completamente sola, irónicamente hacía vista gorda al hecho de que la soledad la abrazaba y ella en su actitud omisa se acurrucaba y aferraba a ese abrazo.
No fue sino hasta una tarde como cualquier otra en su rutinaria vida, en la cual despertó luego de veinte horas de sueño y cuarenta de vida, cuando asumió finalmente su patética realidad.
Con una taza de café hirviendo encima de la mesa acompañada por un diagnóstico médico, un revolver y un cigarro a medio terminar, llevó a cabo una decisión craneada ya hacía mucho tiempo.
En ese momento, se indagó sobre la necesidad de escribir una carta explicando su suicidio ya que su muerte databa de mucho tiempo antes, optó entonces por un breve relato en el que figurara en segunda persona haciendo del verbo en pasado una sentencia final.

martes, 25 de octubre de 2011

Corazón ausente;

No estoy,
Nunca estuve.
Soy la muerte acogotada
Vertida en la copa de vino,
Induciéndote a acompañarme
En esta suerte vegetal
Penetrada por el silencio,
Que bombea inocua sangre
Recreadora de emociones mutiladas
Y un montón de versos marchitos
A modo de gangrena cancerígena,
Supurando un sumario de culpas
En esta onírica pesadilla
Y volanteando desgracias apelmazadas,
Para todo aquel que desee consumirlas
En la tesitura de falsa empatía
Tapujando su esencia turbia y mezquina,
Sin aplacar el rencor en aprensiva vigilia
Subordinado a una suerte de inframundo
Que bosteza infame civilización.

martes, 18 de octubre de 2011

Infortunio.

         Mascaba su chicle sabor frutilla en absoluto silencio, conturbado a causa de esa ingrata 
emoción que ocasiona una fatal pérdida. Su mirada absorta, se concentraba a mitad de calle 
donde se hallaba aquel diminuto cadáver y era palpable la angustia de la cual era víctima al contemplarlo. Resignado e inmerso en el dolor, hizo oídos sordos a la pequeña multitud que lo rodeaba, expectante por alguna  reacción suya ante tal suceso.
         Creyó taciturno, que nada podría reparar el daño que sobre él había recaído en aquel preciso instante, sintiendo así el gusto amargo de la tristeza in-crescendo cada vez que tragaba saliva, mientras su cabeza reposaba entre manos entumecidas a modo de duelo.
No era aquel un ser irascible para los bienaventurados presentes, su carácter harto indulgente permitía entrever un temperamento conciliador, que de forma alguna pretendía atacar a los presuntos responsables de lo sucedido, pese a que cargaran aquellos sobre sus hombros, invariablemente, con la culpa de aquel brutal desenlace.
Él se sentía capaz de perdonar y mitigar la responsabilidad de todos ellos, desplazando cualquier posible rencor que marcara una definitiva desavenencia, reconociendo por otra parte, que también había sido fruto de un descuido suyo lo allí sucedido. Asimismo era consciente, que aquellos seres endebles carentes de su prudente carácter, ante la misma situación se dejarían ser por un arrebato de furia caprichosa. Alentados por su vicioso entorno, no serían capaces de sobrellevar con sensatez, la adversidad por él ahora experimentada.
Empero, estaba determinado a enfrentar con temple de acero aquella instancia, sin llantos ni mucho menos torpes balbuceos, sintiéndose ya lo suficientemente hombre al no permitir, irreductible y pese a sus ojos humedecidos,  que ninguna lágrima se paseara por su rosada mejilla.
Temía sobre todo, ser objeto de cualquier tipo de burla por parte de aquellos seres de pueril crueldad (que no dudarían en atizarle por tal sentimentalismo) hiriendo su dignidad aún en formación.
No se convertiría bajo ningún concepto en el hazmerreír de la barra, entonces determinado, el niño se dispuso a erguirse del asfalto luego de haber observado por largos diez minutos, su más preciado juguete hecho trizas en la calle.
Aquel pequeño tren que había divertido  la niñez de su padre al igual que la suya, era ahora un inalienable recuerdo. Recogió cuanta pieza pudo rescatar para luego depositar cuidadosamente en su harapienta mochila, como testimonio de lo que restó de aquel objeto de gran valor sentimental para él.
Asintiendo levemente la cabeza, se despidió de sus camaradas y se dirigió a su casa, mientras a su espalda ellos continuaron a jugar ajenos a todo, sin aparente remordimiento.
En su breve andanza, el pequeño Diego cavilaba cómo comunicarle a sus padres su primer gran infortunio,dispensando de antemano cualquier posible tono melodramático que los preocupase sin real necesidad. 

martes, 16 de agosto de 2011

Colina de escombros

Por la colina arrastra sus penas el vagabundo,
Con la mirada acobardada en el horizonte tempestuoso.


Sus pasos errantes, delatan el miedo.
Su sien palpitante, el nacimiento de la discordia.
La piel resquebrajada, el producto de la insolación.
La ropa andrajosa, un conjunto de pérdidas.
El estómago ruidoso, hambre insaciable.


Exhausto procura residuos de fuerza
Para esgrimir el peligro de lo desconocido,
Y siente el espectro de la caída acariciarle la espalda.
El malestar lo pone a prueba y logra rehuirle,
Negando fehacientemente el amague de ahogo
Y con nadie puede compartir esta insignificante victoria.

La bocanada de aire caliente le hace retroceder,
Pequeños pasos que se sienten como quilómetros.
Sucumbe ante el llanto, dejando en evidencia su impotencia
Que como látigo lo azota flagelando su dignidad,
Mientras sus ojos rojos y ardientes se enceguecen
Y su pulmón respira humedad y escombros.

Dubitativo continúa su peregrinaje
Mientras recuerda trozos de una melodía cualquiera.
Intenta reproducirla con la garganta reseca, trastrabillando, 
Y  permite sin proponérselo, la invasión de la abrasiva melancolía.

Cree finalmente haber tocado la cima
Y se esfuma la esperanza de  un cálido recibimiento,
En recompensa a tanto padecimiento.
Con fingido desconcierto percibe como allí,
En la supuesta cumbre, no hay absolutamente nada
Y la valija es igual de pesada.

 Ya no hay lugar ni siquiera para el rencor,
¿A quién atacar con vehemencia cuando todo es ceniza?

Se recuesta inmutable en el piso y allí queda afincado,
Vegetando en un mundo de ensueños donde todo es tangible,
Sin vislumbrar que estaba aún a mitad de camino.