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Antes de cruzar la puerta el chasquido del revólver resonó en la
habitación.
Eran dos hermanos huérfanos, el pequeño tendría no más de
cinco años y el mayor catorce. Provenían
de una familia judía cuyos padres asumo, fallecieron en algún campo de concentración.
En aquel momento estaban escondidos en la casa de extraños que habían aceptado
el rol de tutores clandestinos y en ese ínterin en el cual les ofrecían abrigo,
ellos se encargaban de todo tipo de tarea doméstica que justificara la
condición de huéspedes. No eran los únicos que allí se encontraban “protegidos”
de la cacería nazi.
El pequeño no entendía con exactitud lo que sucedía en
aquel entonces, su hermano lo
resguardaba de los hechos horripilantes de la época de la mejor forma que su
ingenio le permitía. No había nadie que lo resguardara a él que siendo apenas
un adolescente, se hallaba como único hombre precoz de una familia
descuartizada. Aquellos que les daban morada no lo hacían por bondad, aunque no
es un hecho menor que asumieran el reto de salvaguardar la vida de dos
indeseables, pero en las migajas ofrecidas el cariño no se encontraba
entremezclado.
Había hambre en aquella choza alejada de la ciudad y la
ración de comida empequeñecía cada vez más, eran días de tormenta que parecían ya
no acabar. Había hambre de infancia también para aquellos dos. El pequeño no
recordaba casi sus padres, los evocaba quizás en algún sueño borroso en el que
se reproduciría algunas de sus voces acompañadas de rostros con escasa forma,
pero eso era lo máximo que podía obtener de su pasado.
Para el mayor aquella situación tendía a transformarse en
una pesadilla que cesaba apenas en las cuatro horas de sueño contadas por una
pareja de ancianos, con los cuales los diálogos eran prácticamente nulos. Él sí
supo algún día lo que era ser un niño correteando por la calle mientras era
perseguido por nada más que algún amigo en un juego de infantes. Recordaba
además el rostro de sus padres con exactitud haciendo caricias al vacío,
rememorando el espectro de su pasado.
Aquello no era un juego como le mentía al pequeño, en la
noche existían realmente cucos dispuestos a encerrarlos en una suerte aún más
cruel y así invadía el miedo sobre un trasfondo gris.
Vestían ambos harapos como era de esperarse. Lo que un
día el mayor había usado como pantalón daba paso a una bermuda vieja y
desgastada, como la de su hermano ambas estaban embarradas por labrar la tierra y cultivar su propio
alimento. Las camisetas blancas poseían una tonalidad lastimosamente amarilla y
los buzos azul marino que vestían además de oler a transpiración y haberse
encogido para aquellos cuerpos que crecían abruptamente, lucían a un trapo de
piso rotoso. El accesorio que pese a sus años se encontraba en buen estado eran
sus boinas, proporcionándoles un aspecto más digno.
El parecido entre ambos era asombroso yendo más allá de
una circuncisión, la tez pálida, el cabello castaño o una nariz tan
característica. Los ojos negros y caídos señalaban aquel parecido acusador: el
de arrastrar consigo la implacable tristeza de todos los suyos.
El atardecer indicaba que en breve era hora de cerrar la
casa y retirarse a conciliar el sueño. Aquel atardecer acabaría finalmente con
el sádico juego de las escondidas cuando se presentara en la sala, la locura
desenfrenada y brutal en forma de hombre
sin escrúpulos.
El mayor quedo sin reacción al mirarle, era el mismísimo
asesino de sus padres. Portaba orgulloso la esvástica en su brazo derecho y
como había visto en fotos, poseía sus
mismos ojos caídos fingiendo autoridad, un característico bigote que se
perpetuaría como tan suyo en la historia como su genocida causa. Su nariz
pronunciada contrastaba con sus labios finos a modo de grotesca mueca. La línea
de su peinado comenzaba en el costado de la cabeza dividiendo su escaso, negro
y aplastado cabello, impoluto como su uniforme.
Ahora que terminé con mis tareas señor ¿puedo irme a
jugar? –preguntó el menor a aquel extraño que lo miraba con desdén que no supo
apreciar, creyendo que al ser éste el único mayor en el recinto, debía
demostrarle obediencia.
Sí –respondió fríamente aquel sombrío ser.
El niño se dispuso a salir afable cuando fue interrumpido
y destinado quizás a nunca más salir de aquella pieza precaria, ni siquiera
después de su propia muerte.
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Perdida en la carretera con esa extraña sensación que levitaba.
Ella estaba almorzando sobre una mesa de plástico en
actitud de falso médium, casi bordeando el paso de los camiones que levantaban
arena por doquier en aquella inhóspita tierra de nadie. Parecía estar esperándome
como si hubiésemos marcando una cita y yo no llegara en la hora estipulada. Su
actitud era serena en contraposición a la mía ya que temía yo lo que me podía decir aquella, mientras mi
espíritu convulsionaba.
Cerré los ojos, me lancé a la calle, los volví a abrir y
ella me miraba. Sus ojos negros y vivaces me atravesaban con como mil puñales
en un duelo silencioso. Sus cejas abultadas me señalaban acusadoras conjurando
mil pensamientos de rencor que cargaban consigo, el odio de sus ancestros a los
míos a modo de martillo posando sobre mi sien. Era la mirada de su abuelo
muerto. Su piel negra contrastada con su nariz pequeña y delicada, delataba la
impureza del que en su pasado se había revolcado con el enemigo. La boca la
trasladaba a su característica predominante nuevamente, labios voluptuosos que
cuando reía además de resaltarle la notable separación de sus dientes, daba
lugar a pozos en sus mofletudos cachetes. Había tenido la desgracia de un mal
cabello y ausencia de cuello que eran capaces de desfigurar lo que podía pero
no pudo ser, bello.
Llevaba un buzo de hombros caídos color rosado pálido, el
que le obsequié. En la parte superior de sus senos portaba la cruz bordeada de
dorado y fondo negro con la cual también la quise complacer en un momento ya
tan lejano. Vestía su jean celeste y demasiado apretado, con el cual siempre
creyó lucir su feminidad esa que acariciaba una acentuada vulgaridad. A la
distancia poco menor de dos metros en la que relucía su figura regordeta, podía sentir la nefasta fragancia dulzona del
perfume por el cual desde que la conozco, sintió favoritismo.
Cerré los ojos, me
lancé a la calle y sentí mis huesos crujir antes de romperse en mil pedazos
adentro del cuerpo que había dejado de poseer. Los volví a abrir y sentí el
visceral dolor del que se percata que dejó de existir. La agobiante sensación
de ni siquiera poder apretar mis brazos contra el vientre a modo de duelo por
mi propio deceso, me carcomía en esa nueva forma de existencia inmaterial. La
pesadez de aquel día rojizo y húmedo cuando arriba una tempestad tropical
mientras la tierra ardiente hace amague de incendio, era capaz de invadirme a pleno pese a que ya
no había poros en los cuales penetrar.
Aunque existía
apenas por una consciencia terca que no se extingue, acercarme a aquella figura
no era una tarea simple por la fatiga de un viaje que se ha prolongado
demasiado. Cuando estuvimos frente a frente, supe sin margen de duda que la
razón de su estadía ahí no era la misma que la mía. Aunque quisiera negar tan sádica
situación mi no pensar era una conclusión en sí misma.
Siempre me reservé
mis dudas con respecto a su místico don. Me parecía inconcebible que un
ser tan mediocre como aquel, fuese capaz
de captar la delicada esencia de un supuesto mundo paralelo.
Sí bien sus historias eran elaboradas con escasas
fisuras, su palabra era tan huidiza como el que en su naturaleza personifica
una audaz mentira que sabe trajearse de inapelable verdad.
Sin importar lo que había creído yo hasta aquel momento,
pasé a sentirme alborotada con el deseo de querer sentir la cálida temperatura
corporal del que vive pero el velo que la protegía, mi propio asco, lo impedía.
Me dirigió una devastadora mueca y envidié ya no poder
siquiera verme a mi misma en el reflejo de sus ojos salvajes.
-Vine a elevarte –dijo y mordió su labio inferior hasta
hacerlo casi sangrar.
Pude percibir entonces que a pesar del hincapié que hizo
para demostrarme su revuelta, producto de estar encadenada a un reencuentro
forzoso, había un rastro malicioso y en discordia en su expresión mordaz.
Finalmente había experimentado la sensación de superioridad que tanto añoraba
cuando entretejió su narración.
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Cada vez que intento rememorar aquella escena las
palabras huyen, hasta que me encuentro con el vacío que acusa mi incapacidad
descriptiva, perpetuando un bullicio histérico de mil voces encadenadas en mi
garganta. En esta oportunidad impulsada
por mi carácter terco, me dispongo a finiquitar con el cosquilleo rabioso de
mis dedos.
Cuando intenté por primera vez relatar lo que el lector
apreciará a continuación, estando bajo
el imperio de la emoción ahora diluida, ya que el recuerdo se presenta averiado
por el paso del tiempo, ingenuamente creí que lograría un relato fluido. Así
mismo sabía que no sería de mi completo agrado, por la dificultad de replicar aquellas
imágenes en nuevo formato.
De estas migajas espero que les surja un esbozo de mi
recuerdo pudiendo evocar al menos su deslucida sombra. Sin mayores preámbulos:
Su muerte era una danza teatral.
Ella parecía inmutable al dolor físico que le imponía
aquel grupo de carniceros y esta actitud, daba la impresión de ser el
disparador de ánimos alterados.
En la ribera, el sol hacía hervir la arena que despedía
un vaho a insolación y serpenteaba en este escenario, el peligro del cual
tomaba conocimiento con un dejo de negación.
Con la planta del pie enrojecida la dama de belleza exorbitante a poco más de
tres metros de distancia, tomaba impulso repetidas veces en amague de emprender vuelo. Olvidaba ella esquivar las
sanguinarias caricias de la pequeña multitud
abyecta, de bocas putrefactas y atuendos andrajosos que despedía olor a
zorrillo.
Su boca en cambio de un intenso color carmín, compuesta
por labios pulposos y dientes perlados, estaba entreabierta sin modular ninguna
plegaria ni siquiera mueca de dolor. Aquel sacrificio era un hecho prácticamente
consumado y dada esta premisa cualquier reacción era innecesaria, entorpeciendo
la majestuosidad de la escena.
La esencia etérea de aquel ser hacía con que la violencia
entrara en contradicción con su significado y el espectador se sintiese
conmovido, al punto de inmovilizarse, como era mi caso en condición de única
testigo.
Me escondía entre arbustos aún levitando. Percibía ya las
primeras punzadas de un deseo caprichoso, erotizada por el lago de sangre que
la rodeaba y su aspecto de mártir indiferente.
Sus movimientos hacían recordar la destreza de un
capoerista y la sensualidad pueril de una Lolita,
no teniendo la joven más de dieciocho años.
En cada curva de su cuerpo ardía el deseo de posesión
para aquellos caníbales piratas, que desconocían otra forma de profanar aquel
tesoro, siendo este de una pureza que no se debatía por más penetrado que fuese
su frágil sexo. La única solución al dilema con el cual se enfrentaban era su
muerte.
Su piel blanca y pétrea era herida por destellos de luz y
ella a merced de su intensidad, no encontraba refugio en la sombra de ninguna palmera
distante. Sus ojos grandes de color celeste acompañados por largas pestañas y
cejas rubias apenas visibles, apreciaban
el cielo persiguiendo la promesa de un paraíso próximo, mientras su nariz
pequeña apenas se dilataba en busca de oxígeno, siendo este harto prescindible
para lo que la aguardaba. Las mejillas de tonalidad ruborizada estaban
salpicadas por las gotas de sangre, sangre que ya habían tomado por completo su
vestido blanco y parte de su cabellera dorada de ondas pronunciadas.
El aroma cítrico de su piel me invadía, trasportado por
la bocanada de aire en la que se distinguía también, la transpiración salada de
los que continuaban felizmente con su oficio de verdugos.
Las gaitas resonaron estruendosamente en el momento del
corte certero del hacha que la decapitara, mientras contemplé con asombro que
la expresión de su rostro se mantuvo intacta y pude apreciar mi patético estado
de excitación alcanzar el clímax. En aquel momento comprendí que la
aniquilación de lo bello en un mundo dominado por lo grotesco es un trato justo
para ambas partes; mientras observaba que depositaban su cabeza en una bolsa al
tener esta insignificante epifanía.
IV
El rompecabezas finalmente cuajó o al menos así creí yo.
Al sentir que caía cerré los ojos y cuando los volví
abrir, el escenario había cambiado a modo campestre.
Ella hallábase recostada en el pastizal leyendo un libro,
como si lo antes sucedido se remitiera a un pasado distante. El arribo a su
tierra natal fue al parecer exitoso, y yo me sentí invasora de su deleite.
No estaba sola, dos niños la acompañaban jugando a su
alrededor, olvidados de cualquier pena terrenal.
En cuestión de segundos ella notó mi presencia huidiza y pareció desnudar
mi alma en afán de reconocimiento. Sabía quién era y en ese lapso de tiempo se
dejó descubrir.
Fue entonces cuando sentí la textura de la almohada que
aplastaba mi mejilla retrotrayéndome a mi mundo. Pestañé con fuerza.
La persiana mal cerrada dejaba ver las primeras señales
del alba y aquel onírico viaje, parecía
no haber cesado del todo en la pesadez de las cuatro paredes blancas de mi
cuarto. Todo cuanto me pertenecía había absorbido aquella atmósfera de ensueños
de la cual era apenas distinguible la realidad, sí es que la había.
La sensación de muerte se había adherido a mi lengua
pastosa, habiendo visto el deceso de todas las facetas que me integran en una
única noche para reencontrarse en una supuesta suerte del más allá.