domingo, 23 de septiembre de 2012

El despertar de la muerte;


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Antes de cruzar la puerta el chasquido del revólver resonó en la habitación.
Eran dos hermanos huérfanos, el pequeño tendría no más de cinco años y el mayor catorce.  Provenían de una familia judía cuyos padres asumo, fallecieron en algún campo de concentración. En aquel momento estaban escondidos en la casa de extraños que habían aceptado el rol de tutores clandestinos y en ese ínterin en el cual les ofrecían abrigo, ellos se encargaban de todo tipo de tarea doméstica que justificara la condición de huéspedes. No eran los únicos que allí se encontraban “protegidos” de la cacería nazi.
El pequeño no entendía con exactitud lo que sucedía en aquel entonces,  su hermano lo resguardaba de los hechos horripilantes de la época de la mejor forma que su ingenio le permitía. No había nadie que lo resguardara a él que siendo apenas un adolescente, se hallaba como único hombre precoz de una familia descuartizada. Aquellos que les daban morada no lo hacían por bondad, aunque no es un hecho menor que asumieran el reto de salvaguardar la vida de dos indeseables, pero en las migajas ofrecidas el cariño no se encontraba entremezclado.
Había hambre en aquella choza alejada de la ciudad y la ración de comida empequeñecía cada vez más, eran días de tormenta que parecían ya no acabar. Había hambre de infancia también para aquellos dos. El pequeño no recordaba casi sus padres, los evocaba quizás en algún sueño borroso en el que se reproduciría algunas de sus voces acompañadas de rostros con escasa forma, pero eso era lo máximo que podía obtener de su pasado.
Para el mayor aquella situación tendía a transformarse en una pesadilla que cesaba apenas en las cuatro horas de sueño contadas por una pareja de ancianos, con los cuales los diálogos eran prácticamente nulos. Él sí supo algún día lo que era ser un niño correteando por la calle mientras era perseguido por nada más que algún amigo en un juego de infantes. Recordaba además el rostro de sus padres con exactitud haciendo caricias al vacío, rememorando el espectro de su pasado.
Aquello no era un juego como le mentía al pequeño, en la noche existían realmente cucos dispuestos a encerrarlos en una suerte aún más cruel y así invadía el miedo sobre un trasfondo gris.
Vestían ambos harapos como era de esperarse. Lo que un día el mayor había usado como pantalón daba paso a una bermuda vieja y desgastada, como la de su hermano ambas estaban embarradas por  labrar la tierra y cultivar su propio alimento. Las camisetas blancas poseían una tonalidad lastimosamente amarilla y los buzos azul marino que vestían además de oler a transpiración y haberse encogido para aquellos cuerpos que crecían abruptamente, lucían a un trapo de piso rotoso. El accesorio que pese a sus años se encontraba en buen estado eran sus boinas, proporcionándoles un aspecto más digno.
El parecido entre ambos era asombroso yendo más allá de una circuncisión, la tez pálida, el cabello castaño o una nariz tan característica. Los ojos negros y caídos señalaban aquel parecido acusador: el de arrastrar consigo la implacable tristeza de todos los suyos.
El atardecer indicaba que en breve era hora de cerrar la casa y retirarse a conciliar el sueño. Aquel atardecer acabaría finalmente con el sádico juego de las escondidas cuando se presentara en la sala, la locura desenfrenada y brutal en forma  de hombre sin escrúpulos.
El mayor quedo sin reacción al mirarle, era el mismísimo asesino de sus padres. Portaba orgulloso la esvástica en su brazo derecho y como había visto en fotos,  poseía sus mismos ojos caídos fingiendo autoridad, un característico bigote que se perpetuaría como tan suyo en la historia como su genocida causa. Su nariz pronunciada contrastaba con sus labios finos a modo de grotesca mueca. La línea de su peinado comenzaba en el costado de la cabeza dividiendo su escaso, negro y aplastado cabello, impoluto como su uniforme.
Ahora que terminé con mis tareas señor ¿puedo irme a jugar? –preguntó el menor a aquel extraño que lo miraba con desdén que no supo apreciar, creyendo que al ser éste el único mayor en el recinto, debía demostrarle obediencia.
Sí –respondió fríamente aquel sombrío ser.
El niño se dispuso a salir afable cuando fue interrumpido y destinado quizás a nunca más salir de aquella pieza precaria, ni siquiera después de su propia muerte.
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Perdida en la carretera con esa extraña sensación que levitaba.
Ella estaba almorzando sobre una mesa de plástico en actitud de falso médium, casi bordeando el paso de los camiones que levantaban arena por doquier en aquella inhóspita tierra de nadie. Parecía estar esperándome como si hubiésemos marcando una cita y yo no llegara en la hora estipulada. Su actitud era serena en contraposición a la mía ya que temía yo  lo que me podía decir aquella, mientras mi espíritu convulsionaba.
Cerré los ojos, me lancé a la calle, los volví a abrir y ella me miraba. Sus ojos negros y vivaces me atravesaban con como mil puñales en un duelo silencioso. Sus cejas abultadas me señalaban acusadoras conjurando mil pensamientos de rencor que cargaban consigo, el odio de sus ancestros a los míos a modo de martillo posando sobre mi sien. Era la mirada de su abuelo muerto. Su piel negra contrastada con su nariz pequeña y delicada, delataba la impureza del que en su pasado se había revolcado con el enemigo. La boca la trasladaba a su característica predominante nuevamente, labios voluptuosos que cuando reía además de resaltarle la notable separación de sus dientes, daba lugar a pozos en sus mofletudos cachetes. Había tenido la desgracia de un mal cabello y ausencia de cuello que eran capaces de desfigurar lo que podía pero no pudo ser, bello.
Llevaba un buzo de hombros caídos color rosado pálido, el que le obsequié. En la parte superior de sus senos portaba la cruz bordeada de dorado y fondo negro con la cual también la quise complacer en un momento ya tan lejano. Vestía su jean celeste y demasiado apretado, con el cual siempre creyó lucir su feminidad esa que acariciaba una acentuada vulgaridad. A la distancia poco menor de dos metros en la que relucía su figura regordeta,  podía sentir la nefasta fragancia dulzona del perfume por el cual desde que la conozco, sintió favoritismo.
 Cerré los ojos, me lancé a la calle y sentí mis huesos crujir antes de romperse en mil pedazos adentro del cuerpo que había dejado de poseer. Los volví a abrir y sentí el visceral dolor del que se percata que dejó de existir. La agobiante sensación de ni siquiera poder apretar mis brazos contra el vientre a modo de duelo por mi propio deceso, me carcomía en esa nueva forma de existencia inmaterial. La pesadez de aquel día rojizo y húmedo cuando arriba una tempestad tropical mientras la tierra ardiente hace amague de incendio,  era capaz de invadirme a pleno pese a que ya no había poros en los cuales penetrar.
 Aunque existía apenas por una consciencia terca que no se extingue, acercarme a aquella figura no era una tarea simple por la fatiga de un viaje que se ha prolongado demasiado. Cuando estuvimos frente a frente, supe sin margen de duda que la razón de su estadía ahí no era la misma que la mía. Aunque quisiera negar tan sádica situación mi no pensar era una conclusión en sí misma.
Siempre  me reservé mis dudas con respecto a su místico don. Me parecía inconcebible que un ser  tan mediocre como aquel, fuese capaz de captar la delicada esencia de un supuesto mundo paralelo.
Sí bien sus historias eran elaboradas con escasas fisuras, su palabra era tan huidiza como el que en su naturaleza  personifica  una audaz mentira que sabe trajearse de inapelable verdad. 
Sin importar lo que había creído yo hasta aquel momento, pasé a sentirme alborotada con el deseo de querer sentir la cálida temperatura corporal del que vive pero el velo que la protegía, mi propio asco, lo impedía.
Me dirigió una devastadora mueca y envidié ya no poder siquiera verme a mi misma en el reflejo de sus ojos salvajes.
-Vine a elevarte –dijo y mordió su labio inferior hasta hacerlo casi sangrar.
Pude percibir entonces que a pesar del hincapié que hizo para demostrarme su revuelta, producto de estar encadenada a un reencuentro forzoso, había un rastro malicioso y en discordia en su expresión mordaz. Finalmente había experimentado la sensación de superioridad que tanto añoraba cuando entretejió su narración.
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Cada vez que intento rememorar aquella escena las palabras huyen, hasta que me encuentro con el vacío que acusa mi incapacidad descriptiva, perpetuando un bullicio histérico de mil voces encadenadas en mi garganta. En esta oportunidad  impulsada por mi carácter terco, me dispongo a finiquitar con el cosquilleo rabioso de mis dedos.
Cuando intenté por primera vez relatar lo que el lector apreciará a continuación, estando  bajo el imperio de la emoción ahora diluida, ya que el recuerdo se presenta averiado por el paso del tiempo, ingenuamente creí que lograría un relato fluido. Así mismo sabía que no sería de mi completo agrado, por la dificultad de replicar aquellas imágenes en nuevo formato.
De estas migajas espero que les surja un esbozo de mi recuerdo pudiendo evocar al menos su deslucida sombra. Sin mayores preámbulos:

Su muerte era una danza teatral.

Ella parecía inmutable al dolor físico que le imponía aquel grupo de carniceros y esta actitud, daba la impresión de ser el disparador de ánimos alterados.
En la ribera, el sol hacía hervir la arena que despedía un vaho a insolación y serpenteaba en este escenario, el peligro del cual tomaba conocimiento con un dejo de negación.
Con la planta del pie enrojecida  la dama de belleza exorbitante a poco más de tres metros de distancia, tomaba impulso repetidas veces en amague de  emprender vuelo. Olvidaba ella esquivar las sanguinarias caricias de la pequeña  multitud abyecta, de bocas putrefactas y atuendos andrajosos que despedía olor a zorrillo. 
Su boca en cambio de un intenso color carmín, compuesta por labios pulposos y dientes perlados, estaba entreabierta sin modular ninguna plegaria ni siquiera mueca de dolor. Aquel sacrificio era un hecho prácticamente consumado y dada esta premisa cualquier reacción era innecesaria, entorpeciendo la majestuosidad de la escena.
La esencia etérea de aquel ser hacía con que la violencia entrara en contradicción con su significado y el espectador se sintiese conmovido, al punto de inmovilizarse, como era mi caso en condición de única testigo.
Me escondía entre arbustos aún levitando. Percibía ya las primeras punzadas de un deseo caprichoso, erotizada por el lago de sangre que la rodeaba y su aspecto de mártir indiferente.
Sus movimientos hacían recordar la destreza de un capoerista y la sensualidad pueril de una Lolita, no teniendo la joven más de dieciocho años.
En cada curva de su cuerpo ardía el deseo de posesión para aquellos caníbales piratas, que desconocían otra forma de profanar aquel tesoro, siendo este de una pureza que no se debatía por más penetrado que fuese su frágil sexo. La única solución al dilema con el cual se enfrentaban era su muerte. 
Su piel blanca y pétrea era herida por destellos de luz y ella a merced de su intensidad, no encontraba refugio en la sombra de ninguna palmera distante. Sus ojos grandes de color celeste acompañados por largas pestañas y cejas rubias apenas visibles,  apreciaban el cielo persiguiendo la promesa de un paraíso próximo, mientras su nariz pequeña apenas se dilataba en busca de oxígeno, siendo este harto prescindible para lo que la aguardaba. Las mejillas de tonalidad ruborizada estaban salpicadas por las gotas de sangre, sangre que ya habían tomado por completo su vestido blanco y parte de su cabellera dorada de ondas pronunciadas.
El aroma cítrico de su piel me invadía, trasportado por la bocanada de aire en la que se distinguía también, la transpiración salada de los que continuaban felizmente con su oficio de verdugos.
Las gaitas resonaron estruendosamente en el momento del corte certero del hacha que la decapitara, mientras contemplé con asombro que la expresión de su rostro se mantuvo intacta y pude apreciar mi patético estado de excitación alcanzar el clímax. En aquel momento comprendí que la aniquilación de lo bello en un mundo dominado por lo grotesco es un trato justo para ambas partes; mientras observaba que depositaban su cabeza en una bolsa al tener esta insignificante epifanía.
IV
El rompecabezas finalmente cuajó o al menos así creí yo.
Al sentir que caía cerré los ojos y cuando los volví abrir, el escenario había cambiado a modo campestre.
Ella hallábase recostada en el pastizal leyendo un libro, como si lo antes sucedido se remitiera a un pasado distante. El arribo a su tierra natal fue al parecer exitoso, y yo me sentí invasora de su deleite.
No estaba sola, dos niños la acompañaban jugando a su alrededor, olvidados de cualquier pena terrenal.
En cuestión de segundos ella  notó mi presencia huidiza y pareció desnudar mi alma en afán de reconocimiento. Sabía quién era y en ese lapso de tiempo se dejó descubrir.
Fue entonces cuando sentí la textura de la almohada que aplastaba mi mejilla retrotrayéndome a mi mundo. Pestañé con fuerza.
La persiana mal cerrada dejaba ver las primeras señales del alba  y aquel onírico viaje, parecía no haber cesado del todo en la pesadez de las cuatro paredes blancas de mi cuarto. Todo cuanto me pertenecía había absorbido aquella atmósfera de ensueños de la cual era apenas distinguible la realidad, sí es que la había.
La sensación de muerte se había adherido a mi lengua pastosa, habiendo visto el deceso de todas las facetas que me integran en una única noche para reencontrarse en una supuesta suerte del más allá.

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